TRAS EL ESPEJO
UN RELATO DE AXEL DROJAN
Andrea, como todas las mañanas, se levantó a las ocho de la mañana para desayunar. Después de tomarse un café bien cargado para poder despertarse, fue a su cuarto para elegir la ropa para ponerse. Siempre tenía la costumbre de poner la ropa en una percha mientras se duchaba, ya que así no se le arrugaba. Pero cuando abrió la puerta izquierda del ropero, que estaba en la parte izquierda del dormitorio, para verse en el espejo, vio a alguien sentada en la silla que tenía delante de la ventana. Sorprendida se giró bruscamente, pero no encontró a nadie. Volvió a mirarse en el espejo con gesto extraño y vio la misma imagen reflejada: ella mirándose y una anciana sentada en la silla de detrás suya.
Intentó pensar que no había visto nada, pero un escalofrío le recorrió su cuerpo cuando, de manera automática, recordó que, hacía unos meses, hizo una ouija con unos amigos para celebrar su cumpleaños.
Tanto a ella como a sus amigos, les encantaba todo lo que proviniese de lo tenebroso. Amaban el día de los muertos, la oscuridad; pero nunca habían tenido una experiencia de aquel tipo. Ningún muerto se había conectado con la mente de ellos en los juegos que hacían algunos días del mes. Ella sabía que en algún momento debería pasar algo, pero no cuándo. También sabía, porque lo había leído en la revista científica “CienciaPostrum”, que la ouija no era del todo real.
Todo era realizado por nuestro cerebro. Cuando una persona llama a un espíritu mediante aquella tabla, esta comienza a entrar en una especie de trance, donde el cerebro comienza a unir piezas de lo que está viendo. El cuerpo comienza a tener movimientos involuntarios para mover el vaso o cualquier objeto para señalar las letras. Todas esas cosas las sabía, pero el miedo que estaba sintiendo era real, la imagen que estaba viendo era real. ¿Cómo podría pasar desapercibida aquella imagen?
Andrea cerró la puerta del ropero muy despacio. No quería hacer demasiado ruido. Tan solo quería salir de la habitación e irse al salón para coger el teléfono y llamar a su amigo Vicente, que era el más entendido en sucesos paranormales. Pero el miedo le había paralizado las piernas. Por mucho que se esforzaba por moverse, sus piernas estaban ancladas en el suelo, como si alguien la estuviera sujetando por los tobillos. Estaba completamente aterrorizada por lo que le estaba pasando. Tiene que ser por la maldita ouija, se dijo.
Estaba claro que aquel suceso no podía ser fortuito, ¿o sí? Hay muchas personas que pasan por la vida sin tener ninguna experiencia similar. Pero había algo que estaba pasando por alto: el poder de la imaginación. Quizá estaba tan metida en los asuntos de su amigo, y en hacer las ouijas como si fuera una obligación, que quizá su cerebro se lo estaba inventando todo sin darse cuenta. <>, decía Carlos, el amigo que nunca quería hacer nada espiritual con ellos.
Después de estar varios minutos intentando dar algunos pasos para salir de la habitación, Andrea consiguió mover el pie derecho, luego el izquierdo, y así hasta salir de su cuarto. Pocos segundos después, entró en el salón, cogió el teléfono, que estaba encima de la mesa de centro, junto a ella había un sofá de color camel y un mueble bajo de color blanco, donde estaba el televisor, y llamó a su amigo Vicente.
—Vicente, por favor, tienes que venir a mi casa. Me acaba de pasar algo que no puedo explicártelo con palabras. Creo que es mejor que vengas para que lo puedas ver —dijo Andrea con la voz entrecortada por el miedo.
—Andrea, tranquilízate. Enseguida voy para allá. ¿Estás bien? —contestó Vicente con mucha calma.
—Sí, pero tengo mucho miedo. Por favor, ven rápido.
—Ya estoy saliendo, en unos minutos llegaré. Baja al portal y espérame ahí.
Cuando la llamada terminó, Andrea, con mucho miedo, cogió la chaqueta vaquera que tenía encima de una silla, como si aquellos trozos de madera tuvieran frío, para ponérsela ella. Abrió la puerta de la casa, cogió las llaves, que estaban colgadas en una casita de pitufos junto al cuadro de luces de la casa, y salió, cerrando tras su paso la puerta. Bajó los escalones de dos en dos para llegar lo más rápido posible al portal. Una vez abajo, su mente comenzó a darle vueltas a lo que había visto. Repasando lo que había hecho antes de bajar, recordó que había pasado por otro espejo, bastante más pequeño que el de su cuarto, y no vio nada. Creo que me estoy volviendo loca, pensó.
La respiración seguía siendo entrecortada por haber bajado las escaleras tan rápido, pero los pensamientos era muy lentos, le pesaban tanto que apenas podía ver con claridad la llegada de su amigo. No sabía qué decirle a Vicente para que no creyera que estaba loca. Él sabía que Andrea no era una neurótica, pero, a veces, la había oído decir cosas fuera de lugar, o que se imaginaba cosas que no eran ciertas. Fuera lo que fuere, no quería que pensara nada de ella. Nada malo, claro.
Al cabo de unos minutos, Vicente llegó al portal donde estaba esperando Andrea. Ella abrió la puerta y se abalanzó a los brazos de él.
—Tranquila, pequeña, ya estoy aquí. ¿Qué ha pasado? —dijo él, mientras la abrazaba también.
—Algo terrible… Justo antes de irme a la ducha, abrí la puerta del ropero y, al mirarme en él, vi reflejada a una mujer mayor sentada en la silla que tengo en mi cuarto. Ay, Vicente, tengo mucho miedo… —dijo Andrea con lágrimas en los ojos.
—Tranquila. ¿Puedo subir y lo vemos juntos? Seguro que no es nada, ya verás —le contestó guiñándole un ojo.
Los dos caminaron hasta el ascensor, que estaba girando a la derecha, junto a una pequeña escalera, justo enfrente de la puerta que daba a la calle. Vicente presionó el botón para llamarlo.
Este respondió con el parpadeo de una luz roja. A los pocos segundos el ascensor abrió las puertas dobles para dejarlos pasar. Vicente dejó pasar a Andrea y después entró él. Andrea presionó el botón de la segunda planta. Él no paraba de mirarla. Estaba extrañado de verla de aquella forma. Cuando Andrea se inventaba alguna historia, no se comportaba de aquella manera, siempre estaba más risueña o se cogía algunos mechones de pelo para enroscárselos en el dedo índice de la mano izquierda.
Las puertas se abrieron y ambos salieron. Andrea giró levemente hacía la derecha para encontrarse de frente con su puerta. En el lado izquierdo vivía una pareja joven, pero ambos estaban trabajando. Vicente se adelantó unos pasos y puso la oreja en la puerta para ver si había algún ruido sospechoso.
—¿Oyes algo?
—No… Quería asegurarme de que no hubiera entrado nadie en algún momento y te estuvieran gastando una broma —dijo él muy serio.
—¿Tú crees que alguien me podría hacer algo así? Vicente, no he salido de casa en todo el fin de semana. Y solo yo tengo llaves de mi casa, nadie más, ni siquiera el conserje —contestó ella.
—Vale. Dame la llave, prefiero entrar yo primero.
—De acuerdo —dijo ella mientras le entregaba las llaves en su mano derecha.
Cuando Vicente introdujo la llave en la cerradura, esta soltó un leve crujido. No era por el hecho de girar la llave, sino, que el leve crujido provenía de dentro de la casa, como si alguien estuviera pisando madera antigua, de esas que cuando das un paso, parece que se va a romper debajo de tu pie y vas a caer al vacío. Sin hacerle caso a aquel sonido, Vicente giró la llave y abrió la puerta de la casa.
Entró muy despacio para que le diera tiempo a observarlo todo, sin prisa. En momentos así, cualquier persona hubiera llamado a la policía, pero Vicente era el amigo fuerte del grupo. Siempre quería entrar el primero cuando había ruidos extraños o cuando alguien intentaba hacer alguna broma, ya que siempre lo cazaba. Primero se encontró con el pasillo que lo llevaba a las dos habitaciones y al baño. A la derecha pudo ver la cocina, y a la izquierda el salón. Sabía que la casa de su amiga era muy pequeña, pero lo suficientemente grande como para que una familia se colase sin que ella se enterase.
—Ahora está de moda colarse en casas ajenas, Andrea.
—Lo sé… Pero yo no he salido de aquí en ningún momento. Y… Mierda, no he tenido puesta la llave en la cerradura…
—¿Has estado todo el fin de semana en el salón?
—Sí… bueno, todo el tiempo no, pero casi todo el tiempo. ¿Crees que puede haber alguien?
—No lo sé. Quédate en el salón y espérame. Quiero ver toda la casa antes de que me enseñes el espejo de tu cuarto, ¿vale? —dijo él señalándole el sofá.
—Vale.
Andrea se sentó en el sofá mientras que su amigo iba de cuarto en cuarto viendo que no hubiera nadie en la casa. Estaba atemorizada, ya que no había tenido una experiencia similar. Había gastado bromas, pero no lo había vivido en primera persona, como ahora.
Al cabo de unos minutos, Vicente regresó al salón y se encontró con Andrea.
—En la casa no hay nadie. Ahora enséñame el espejo de tu cuarto —dijo él con la voz entrecortada.
—¿Te pasa algo? —preguntó ella al ver que respiraba con dificultad mientras se levantaba del sofá.
—No, tranquila. Es que me he topado con un mueble que tienes al fondo del pasillo, y el polvo que había en él me ha entrado en la nariz. Ya sabes que tengo un poco de alergia.
—Ay… lo siento… —contestó ella cogiéndole del brazo derecho.
—No te preocupes, pequeña. Enséñame el espejo —volvió a decir.
Ella delante y él a rebufo, caminaron hasta el dormitorio de ella. Andrea entró mirándolo todo a su alrededor. Desde que entró, caminaba dando pequeños pasos, como si hubiera algo en el suelo y tuviera miedo a cortarse o tropezarse. Su amigo le puso una mano en el hombro izquierdo y encontró el alivio que andaba buscando. Llegaron hasta la cama, donde se paró de pronto para mirar la silla que tenía al otro lado de esta. Vicente se dirigió hacia la silla y se sentó.
—¡No te sientes! ¡Ahí vi a la vieja! —gritó ella.
—Tranquila, pequeña. Abre la puerta, veamos qué sale —dijo él con tranquilidad.
Andrea se giró lentamente y abrió la puerta muy despacio. Antes de que Vicente se reflejase en el espejo, ella, con mucho miedo, se apartó hacia la izquierda, ya que no quería verse delante de lo que pudiera salir. El espejo reflejó la imagen de él y, justo detrás de la silla, donde estaba sentado, la anciana se reflejó de nuevo. Como si le hubiesen dado un calambrazo, Vicente se levantó de la silla y se puso junto a ella, maldiciendo todo lo que podía.
—¡Te lo advertí!
—¡Joder, creía que era una broma de las tuyas! ¡Me cago en la puta! Andrea, vamos a tener que irnos de aquí. Los viejos es lo peor que te puede tocar. Tu casa debe de estar endemoniada o algo peor. De verdad…
—¡Vicente! —gritó ella, cortándole—. Tranquilo. Estás aquí para ayudarme, no para ponerme peor —dijo con un poco de calma—. Seguro que hay alguna cosa que podamos hacer.
—No lo sé… En estas situaciones creo que es mejor que hagamos una ouija, a lo mejor no la cerramos bien la última vez que la hicimos.
—Vale… Aunque no sé si eso funcionará.
—No lo sé Andrea. Pero es la primera vez que me pasa algo así, la verdad. No sé lo que se puede hacer.
—Pues tú sabrás… Tú eres el que grabas vídeos en YouTube de fantasmas.
—Joder, Andrea. Ya sabes que esos vídeos están preparados.
—No lo sabía… Me lo tendrías que haber dicho, Vicente. Sabes que confío plenamente en ti. Por eso te llamé. Pero déjalo, no es la cuestión que nos incumbe. ¿Cómo demonios saco a esa vieja de mi cuarto, y de mi casa? —dijo ella mientras caminaba hasta la puerta de la habitación.
—Andrea…
—Dime… —contestó ella.
—Tienes que ver esta mierda.
Andrea se giró y vio cómo la silla se estaba balanceando. Hacia delante y hacia atrás. Una y otra vez. Ambos se cogieron de la mano y fueron dando pasos pequeños hasta la puerta. Pero la puerta se cerró de golpe. La silla paró de moverse. La puerta del espejo se cerró dando un fuerte golpe. La silla comenzó a moverse a una velocidad frenética. La cama, hecha con perfección, comenzó a moverse hacia adelante, quedando varada en medio de la habitación. De repente, la puerta del ropero se volvió a abrir, la silla paró de moverse.
Mientras que todo aquello sucedía, Andrea estaba tan aterrorizada que no podía mover ni si quiera los ojos. Se había quedado completamente anonadada con lo que estaba viendo. Su amigo estaba maldiciendo, de nuevo, todo lo que se podía maldecir. Vicente soltó la mano de ella e intentó abrir la puerta usando toda su fuerza, pero parecía como si alguien la estuviera sujetando desde fuera, alguien mucho más corpulento que él. Y eso que él no era pequeño. Media aproximadamente un metro noventa y tenía muy buen físico. Sin embargo, Andrea era un chica delgada y media un metro sesenta y siete, pero no hacía mucho deporte, por lo que su fuerza era bastante inferior a la de su amigo.
Por mucho que Vicente le gritaba pidiéndole ayuda, ella estaba tan bloqueada por lo que estaba viendo que no podía mover ningún miembro de su cuerpo. — ¿Quién no lo estaría? —. Ni siquiera podía responderle a su amigo, que no paraba de llamarla.
Al cabo de unos minutos más, cuando todo paró de moverse, Andrea cayó al suelo. Justo antes de que su cabeza se estampara contra la superficie, su amigo la cogió del brazo izquierdo y evitó el golpe, que hubiera sido fatal. Tal vez, la lesión que le hubiera provocado el darse contra el suelo le hubiera facilitado el olvido de lo que había pasado, pero la acción de su amigo hará que lo recuerde todo. Si es que pueden salir con vida de la casa. Por ahora solo han tenido una experiencia un tanto perturbadora, pero… ¿hasta dónde son capaces de llegar los espíritus? ¿Será capaz Vicente de ayudar a su amiga? Hasta ahora no ha podido hacer nada. Y ha confesado cosas que tenía en secreto. ¿Tendrá más secretos guardados?
*****
Andrea, al cabo de algunas horas, quizá minutos, abrió los ojos y vio que estaba tumbada en el sofá, en el salón. Miró en derredor y no vio a Vicente por ninguna parte. Fue levantándose poco a poco hasta quedar sentada, con los dedos de los pies tocando el suelo. Se quedó bastante extrañada al no verlo, ya que lo que había ocurrido no era para que se marchase y la dejase a su suerte. De repente, su amigo salió de la cocina con un vaso de agua.
—Por fin despiertas… ¿Estás bien? —dijo él con voz preocupada.
—Sí —suspiró—, me duele un poco la cabeza. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Te cogí antes de que te golpearas la cabeza contra el suelo. En aquel momento, justo cuando perdiste el conocimiento, la puerta dejó de resistirse —contestó él sin dejar de mirarla a los ojos.
—Y después me trajiste hasta aquí… Vale…
—Toma, bebe un poco de agua —convino él ofreciéndole el vaso.
Ambos se quedaron en un silencio incómodo, pero que, al ritmo de los acontecimientos, era necesario para que los pensamientos de ambos se calmasen.
Andrea estaba absorta en la imagen que habían grabado sus ojos justo antes de perder el conocimiento. Sabía que no lo iba a olvidar en la vida, pero que, en el fondo, no le pareció muy descabellada la idea de que podría tener un espíritu viviendo en su casa. Por el contrario, Vicente estaba de los nervios. Había visto cómo su amiga caía al suelo y la puerta le dejaba de ofrecer resistencia. En parte, en sus pensamientos estaba la inevitable conexión del espíritu y su amiga.
Era mediodía y estaban sentados cada uno en una punta del sofá. Cada uno concentrado en sus pensamientos. Él sabía qué procedimiento seguir a continuación. Ella no tenía ni idea de lo que tendría que hacer para sacar al espíritu de su casa. En este caso, cualquier persona sabría qué lo más humano sería salir corriendo y buscarse otro hogar. Pero Vicente tenía la idea de que, si ella accedía a realizar otra ouija, podría conectarse con la energía de ella y ver si estaba poseída por algún demonio real. Por otra parte, también pensó en que todo podría ser otra de las bromas de Andrea, pero ¿cómo podía explicar la imagen de la vieja detrás suya? Y ¿Los movimientos de la silla y la cama? Estaba claro que algo raro estaba pasando, no hacía falta ser demasiado espabilado para darse cuenta.
Vicente se levantó de golpe y, cogiendo a su amiga por sorpresa, fue a la esquina izquierda del salón, donde tenía todos los juegos de mesa, detrás de las cortinas beige, para sacar el tablero de la ouija y ponerse en marcha con su pequeño gran plan. Ella no dejaba de mirarlo con sorpresa, pero no sabía qué estaba haciendo hasta que vio cómo ponía la tabla del juego encima de la mesa de centro.
—Será mejor que lo hagamos para saber qué tipo de espíritu habita en esta casa —dijo él como mucha calma.
—¿Crees que deberíamos hacerlo?
—Creo que sí. No creo que empeore las cosas. Al menos sabremos si cerramos bien el juego cuando la hicimos la vez anterior —contestó él mientras preparaba las cosas.
—De acuerdo.
Andrea cogió el cojín en el que estaba apoyada y lo tiró al suelo para sentarse sobre él. Vicente se sentó directamente en el suelo. Ambos se agarraron de la mano y comenzaron a llamar al mundo de los muertos.
—¿Hay alguien ahí? —dijo él lanzando la pregunta al aire. Ambos pusieron los dedos índices en la tablilla para recibir las contestaciones.
Un leve susurro se oyó en el salón.
—Si hay alguien, contesta, por favor —volvió a decir Vicente.
De nuevo, susurros más altos se oyeron, esta vez, por toda la casa.
—Quizá debemos dejarlo, Vicente —dijo Andrea, víctima del miedo.
—No. Debemos hacerlo para que… ¡Me cago en la puta madre…
La imagen de la vieja había entrado en el salón. Vicente se había quedado completamente en shock al verla. Andrea no pudo evitar dar un grito ahogado cuando vio la cara de la anciana. Tenía la cara completamente desfigurada.
Tras varios pasos del espíritu, Vicente se levantó de golpe del suelo y fue a coger, del cajón del pequeño mueble de la televisión, algunas velas blancas para instaurar un aurea de protección. Andrea estaba sentada sobre el cojín, paralizada. Cuando él pudo encender las velas, estas se apagaron como si alguien estuviera soplando constantemente. El frío, en el salón, se hizo notable de manera instantánea. La risa de la anciana se hizo escandalosa y tenebrosa para los oídos de ambos.
—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó él.
—De ti nada. Solo lo quiero de ella —contestó señalándola.
—¿Qué te ha hecho ella?
—Quitarme mi casa. Aquí viví durante muchos años, y no quiero que nadie me la quite.
—¿Fuiste feliz aquí durante ese tiempo?
—¿Crees, renacuajo, que me puedes hablar como si fuera un trozo de madera? Quizá no esté hecha de carne y hueso, pero me tienes aquí. No soy de hacerle daño a nadie, pero ¡esta es mi casa! —gritó.
De repente, todas las sillas del salón comenzaron a moverse. Vicente comenzó a sentirse demasiado cansado para ayudar a su amiga.
Andrea comenzó a pestañear con conciencia y a sentirse muy débil también.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —preguntó Andrea.
—Vete de mi casa.
—¿Y si no me voy?
—Te quedarás conmigo para siempre.
La decrépita anciana dio varios pasos para acercarse al cuerpo de Andrea. Vicente intentó moverse, pero la mirada de la vieja lo volvió a sentar de culo. La tablilla de la ouija comenzó a moverse de una forma frenética. Parecía como si alguien hubiera puesto un trozo de metal en vez de madera y debajo de la mesa un imán muy potente.
Andrea intentó levantarse para zafarse del espíritu. Lo consiguió a duras penas, pues en el intento, tras tropezar con el cojín que tenía por silla, se llevó un buen arañado en el brazo derecho de las uñas podridas de la anciana. Salió corriendo en dirección al pasillo, se agarró con la mano izquierda al marco de la puerta para coger inercia y girar más rápido; dio las zancadas más grandes que pudo y se metió en su dormitorio, utilizando la misma táctica que antes, pero con la mano derecha, para entrar sin perder velocidad.
Vicente, sin que se diese cuenta, se fijó en las piernas esbeltas de su amiga. También se quedó con la imagen de sus pies grabados en la retina. Había muchas cosas que le gustaba de su amiga, pero una de ellas, lo que más le atraía, eran los pies. Él se dio cuenta de que se sentía atraído por los pies de su amiga cuando el primer verano que estuvieron juntos, cuando se conocieron en la piscina municipal, se quitó los zapatos y los dejó al aire. Allí pudo ver que tenían la forma adecuada: ni muy grandes, ni muy pequeños. Los dedos tenían el tamaño ideal. Se sentía atraído por la zona inferior del cuerpo de su amiga, que era lo único que había visto desde que la había conocido.
La vieja fue detrás de Andrea sin perder ni un segundo. En aquel momento, Vicente tuvo una brillante idea. Aunque no podría hacer la ouija solo, ya que seguía creyendo que podría hacer algo con aquella tabla, se preguntó qué pasaría si le decía al ente si quería quedarse con su casa. Pasaron varios minutos mientras lo deliberaba, pero, en el fondo, sabía que en su casa también vivían sus padres, o más bien: él vivía aún con sus padres. ¿Cómo puede alguien pensar en dar su casa para salvar la vida de una persona a la que solo conoce de un año? Estaba claro que estaba coladito por ella.
Tras haber optado por dejar de lado aquella opción, se levantó del suelo y salió corriendo en dirección al dormitorio de su amiga. Pasó por la derecha de la vieja y, dando un salto hacia adelante para evitar que lo agarrase, se dio un golpe con el mueble del final del pasillo. Tras recomponerse unos segundos del golpe, abrió la puerta de la habitación y entró, cerrando tras su paso. La vieja, que alcanzó la puerta también, intentó abrirla, pero parecía que no podía con la fuerza de él.
Tras unos segundos, los intentos desistieron hasta quedarse la casa en silencio. Vicente comenzó a llamar a su amiga en susurros. Pero no recibió ninguna respuesta. Al parecer su amiga se había escondido en algún lugar de la habitación. Es imposible que no la encuentre o no me pueda escuchar, pensó él mientras caminaba alrededor de la cama. De repente, la puerta se abrió, dando paso a los pies podridos, sin uñas y casi rotos de la vieja. Vicente no tuvo otra opción que quedarse, pegando la espalda a la pared, en el lado contrario a la puerta, junto a la ventana. Por un momento pensó en abrirla y mirar si se podía saltar, pero la desechó, ya que habría una muerte segura.
De dentro del ropero salió Andrea vestida con unos harapos muy raros. Tenía una túnica de color blanco roto y unos pantalones azules. Seguía descalza, y eso le daba a Vicente una tensión extra.
—¡Andrea cuidado! —gritó para advertir a su amiga de la presencia de la vieja.
—Tranquilo, Vicente, todo está bien. No te preocupes.
—¿Eh? No te estoy entendiendo.
—Abuela, ¿qué te parece mi amigo?
—Me parece muy bien, hijita… —contestó la vieja con la voz agarrotada.
—Andrea, ¿es una broma de las tuyas?
—En absoluto. Me ha costado mucho trabajo tratar que te enamorases de mí. Menos mal que descubrí que tenías un fetiche con mis pies —hizo una pequeña pausa—. Siento mucho lo que te voy a decir, pero… no tengo otra opción. Los espíritus sí existen. Delante de ti tienes a dos. Ambas morimos en esta casa hace muchos años, y nuestras almas se han quedado atrapadas en estas paredes. Todo lo que has visto de mí es una imaginación tuya. Durante todo este tiempo, te he estado manejando psíquicamente.
—Andrea, eres muy graciosa… —dijo él con una sonrisa nerviosa—. ¿Ya estás haciendo una de tus bromas…?
—¿Quieres que te demuestre que te estoy diciendo la verdad? Está bien… Te advierto que te va a doler un poco —dijo ella con una sonrisa malvada.
Andrea dio varios pasos. Su ropa cayó al suelo, quedando desnuda delante de su amigo. Vicente, sin creerse nada, estaba perplejo viendo el cuerpo desnudo de su amiga. De repente, ella se acercó, pasando por en medio de la cama, hasta ponerse delante de él, lo agarró de los brazos y lo tiró a la cama. Como por arte de magia, Vicente fue desnudado. Andrea se puso encima de él y comenzó a gritar cosas que ningún humano podría oír. Vicente no pudo reprimir la erección. Ella, que era lo que estaba buscando, se introdujo el miembro de su amigo y continuó con los movimientos.
—Si este es el sufrimiento, quiero que continúe… —dijo él intercalando cada palabra con un leve gemido.
—Tranquilo… lo bueno viene ahora —contestó ella.
A los pocos segundos de hacer esa especie de danza completamente desnudos, las manos de ella se pusieron encima del pecho de él y comenzó a apretar con mucha fuerza. Vicente comenzó a gritar de dolor, y Andrea no paraba de reír a carcajadas. A los pocos segundos, la abuela de Andrea se acercó al cuerpo desnudo de él, sacó un cuchillo de algún lugar y, muy lentamente, se lo fue pasando por la garganta. Las risas de ambas dieron fin a una cacería que había durado más tiempo de lo necesario.
La última cosa que vio Vicente fue la habitación completamente destrozada. Todo estaba negro; las paredes tenían cicatrices de lo que había sido un incendio atroz, el armario no tenía puertas y la cama, en la que estaba tumbado, estaba completamente destrozada. Estaba echado sobre unos trozos de madera calcinadas que amenazaban con romperse en cualquier momento. Todo estaba en ruinas. La última respiración de Vicente fue para maldecir todo lo que había ocurrido mientras notaba cómo la sangre caliente salía a borbotones del profundo corte en la garganta.