Samhain

Hace más de 2000 años…

Una familia recopilaba alimentos y preparaban sus cuerpos para la noche. El cielo tronaba porque los muertos estaban a punto de llegar. El Samhain era una noche importante antes de la llegada del invierno. Ya era treinta y uno de octubre y el año tocaba a su fin. El cielo se oscurecía y la tierra comenzaba a abrirse. Las hojas de los árboles estaban secas y comenzaban a caerse: estaban heladas. Los campos desolados y el rocío rodeaban su aldea. Lynette, la hija menor de la familia, traía consigo varios animales vivos: un perro, un caballo y un cerdo, pero también algunos ya muertos: un lobo y un oso.

La acompañaba un muchacho, el encargado del fuego nocturno. Los primeros animales los dejaron en la entrada, mientras el resto los colocaban cerca de donde se hallaba su padre Melvin. Estaba sentado en un tronco junto a una pequeña hoguera. Las llamas se reflejaban en sus ojos y el ruido de la tierra que se abría bajo sus pies se hacía cada vez más atronador. No había tiempo que perder, pues los muertos se estaban despertando para pasar al mundo de los vivos.

Melvin llamó a su hijo mayor Kenneth y ambos cogieron a los animales muertos, los tumbaron y comenzaron a cortar sus cabezas. Estas iban a manos de Briana, la hija mediana de la familia. Ella cogía las cabezas y junto a su madre Eileen las dejaban limpias, apartando los restos de sesos y vísceras para que se lo comieran los perros. También le sacaban los ojos. Después limpiaban la sangre y dejaban cada una al lado de la otra.

Padre e hijo comenzaron a despellejar a los animales, mientras la joven Lynette se sentaba y arreglaba las telas para cada miembro de la familia.

La noche se hizo más intensa y oscura, los vivos empezaban a marearse, mientras los muertos revivían y se paseaban por las calles. Acabaron tarde su labor, pero ya estaban preparados para asistir a la festividad. Cada uno de ellos se colocó su piel sobre el cuerpo, con la tez seria y sin hablarse, porque los muertos estaban rondándoles. El abuelo había apagado el pequeño fuego y ahora se paseaba a su lado infundiéndoles miedo y terror. Había sido un druida que ahora estaba muerto, su última predicción había sido que aquel año algo malo debía pasarles, pero no alcanzó a decir nada más. Ahora había revivido en la noche de muertos para seguir a su lado en los acontecimientos de una noche terrorífica.

Briana, la hija mediana, se colocó su careta de cerdo, el mayor hizo lo mismo con la de caballo y la hija menor con la de perro. Se miraron a oscuras, solo con el reflejo de las hogueras que provenían de lejos. Después la madre se puso su cara de lobo y, por último, el padre cogió la del oso, aún con sangre fresca, y se la colocó en su cabeza, mirando a través de los ojos que antes eran del animal vivo.

Los hijos siguieron a sus padres que caminaban hacia la luz esquivando a los muertos que se mezclaban con los vivos. Fueron hacia las grandes hogueras donde se escuchaba el gentío. La gente hablaba contándose historias, algunos incluso intentaban que los muertos se comunicaran con ellos, que, aunque estaban a su lado, nunca emitían un ruido, solo miraban con sus ojos dictatoriales. Los druidas del lugar eran los únicos que podían transmitir las predicciones del año nuevo. ¿Cómo de duro sería el año que comenzaba? Aquellos hombres con grandes conos en la cabeza y vestidos de animales tan peculiares como desconocidos, agitaban sus manos y hablaban sobre el futuro alrededor de las grandes hogueras.

Lynette fue a buscar al muchacho que le había ayudado con sus trajes. Estaba hablando con un druida. Ella se acercó sonriendo por debajo de una careta de perro, mientras que él llevaba una gran máscara de jabalí. Cuando se acercó a la pequeña hoguera que iluminaba sus rostros enmascarados, comenzó a oír las predicciones de aquel sacerdote. Decía que debía tener cuidado, pues algo malo le esperaba esa noche. Él, asustado, insistía en preguntar de qué se trataba, pero los druidas nunca daban una sentencia clara y solo dijo que el fuego era su gran enemigo.

Con su espalda recta pasó por el lado de Lynette mirándole a sus ojos grisáceos. El chico comenzó a tocarse las manos nervioso, pero ella le tranquilizó. Al fin y al cabo, era la noche de muertos y eso siempre era peligroso. La gente hacía ritos y hablaba de cosas desagradables. Los muertos se despertaban y muchos no se resistían a hacer el mal durante la noche. Pero el uno de noviembre era año nuevo. Una nueva esperanza para mejorar sus cosechas y reavivar el amor…

La noche pasó y bailaron, comieron, cantaron y contaros historias alrededor de un fuego que aún seguía llameante. Toda la familia se juntó de nuevo alrededor del gran fuego central. El padre cedía su puesto al hijo mayor que pronto se convertiría en un guerrero celta. Kenneth cogió de su padre una gran antorcha y la encendió con el fuego de la hoguera sagrada. Después en silencio caminaron todos juntos de nuevo hasta su casa. El resto de familias hicieron lo mismo, mientras los muertos y los druidas terminaban su ritual apagando el fuego. Los muertos volvían a sus tierras ardiendo e iluminando los campos. Los druidas seguían haciendo gestos extravagantes y recitando versos sagrados.

Eileen preparó la hoguera de su hogar y todos se pusieron alrededor, para que Keneth la encendiera. Eso hizo. Todos se quedaron en silencio unos instantes. Pero algo golpeó la puerta y todos callaron. Un pico largo se dejó entrever entre las sombras. Todos se asustaron y recordaron las palabras del abuelo. Entonces, Melvin cogió su lanza e intentó adivinar la sombra que se movía. Todos seguían en silencio con el corazón encogido de terror. El padre apuntó y lanzó a la sombra. Alguien pegó un grito y Briana también lo hizo del susto, luego comenzaron a hablar. No sabían qué pasaba.

Se apartaron del fuego, comenzaron los ruidos y los gritos. Una careta de jabalí estaba en el suelo llena de sangre. El muchacho, amigo de Lynette, cayó al suelo desplomado con la lanza en la cabeza. Briana gritó del susto y su careta de cerdo se dobló, así cayó al suelo. Se abrió la puerta por completo y un viento frío inundó la casa, haciendo que el fuego se apagará más y más. Eileen se quitó su máscara de lobo y mostró su melena con filos de carne pegados a su cabellera. Cerró la puerta e intentó reavivar el fuego, mientras los demás atendían al muchacho ya muerto.

Lynette lloraba aún con su careta de perro colocada. Entonces, el abuelo pasó a despedirse de su familia y volvió a abrir la puerta, cuyos resquicios de un fuego moribundo terminó de apagar. Palidecieron. El abuelo sonrió y se marchó de allí de nuevo a la tumba de la que había despertado, solo para certificar el mal de la familia. Ya ningún fuego les protegía. Acababan de pronosticar un año de horror y sangre. Nada podían hacer salvo esperar la desolación y la destrucción de sus campos. Los muertos terminaron su camino, para volver a dejar a los vivos en su lugar, en su mundo. Y la oscuridad se hizo eterna para la familia a tan solo unos minutos de acabar el Samhain: su noche de muertos.

Noelia Drojan

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