Los cuerpos aún seguían humeantes después, incluso, de que la lluvia dejase los campos empapados. Notablemente avistados desde el horizonte más lejano, un grupo de personas se disponían a cubrir la tierra con un manto blanco, parecido a la espuma de coco. Estos no vieron los cuerpos que yacían bajo el centímetro de carbón y hierbas convertidas en cenizas. Pisaban duro para no resbalar y a veces se agarraban a las ramas que habían sobrevivido a la hecatombe, pero estas crujían y se rompían con una facilidad pasmosa; el olor a carbón invadía los sentidos y pulmones de los valientes, ciegos ante la presencia de los cuerpos convirtiéndose en abono.
Algunos de ellos quisieron retroceder y pedir ayuda experta, pero los demás no estuvieron de acuerdo, todo el mundo tenía una visión precisa y elogiada de los héroes. ¿De verdad eran ellos hombres con la fuerza necesaria para derrocar a uno de los peores elementos de la naturaleza?
Cinco almas caminantes por un terreno borrado, por unos árboles muertos y la punta de vida esperando a salir en cuanto cayeran las segundas lluvias, ya fueran de las mangueras o de las nubes. Uno de ellos divisó a los lejos un resquicio de fuego, quería volver con fuerzas y seguir quemando todo a su paso, pero allí estaban ellos, equipados con varias botellas grandes de agua y un par de azadas. Con ellas intentarían hacer un cortafuegos lo más ancho posible. Llevaban toda la mañana caminando debido a que los vehículos se quedaban atascados por culpa de los barrizales.
Atacaron a las llamas con el agua y crearon un pequeño cortafuegos. Después, intentando dejar una zona limpia para que los servicios de emergencias pudieran pasar sin problemas, uno de ellos descubrió un cuerpo. Advirtió que estaba completamente carbonizado, los brazos extendidos hacia el cielo, la boca abierta y la piel convertida en cuero. El humo que aún desprendía le removió el estómago, por lo que tuvo que apartarse para vomitar. Otro de los allí presentes se acercó para ver qué pasaba. Se topó con la misma visión, pero este aguantó mucho mejor la circunstancia.
—Chicos, tenemos un cadáver.
—¡Ostras! —dijo uno mientras se tapaba la boca.
—Creo que deberíamos sacarlo de aquí y ponerlo junto a la carretera.
—¿Tú crees que va a venir alguien tal y como está el terreno? —dijo el más mayor.
—Joder, Mauricio, ¿estás bien…? —Dijo otro de los hombres.
—Sí, es que… Joder… Cuando me muera que no me incineren, por Dios, ¿así olemos de verdad cuando nos queman? —respondió Mauricio.
—No olemos igual que un cochino o un pavo, hombre, eso ya deberías saberlo.
—No le digas eso, Alfredo… Ya sabes que es más sensible que nosotros. Además, hemos venido a ayudar, no a pasarlo bien; lo más importante es coger el cuerpo y sacarlo de aquí.
—Yo no toco eso ni de coña. —Soltó la botella de agua y la azada. —Alfredo, ya que a ti no te da asco nada, cógelo con Antonio, los demás nos quedaremos aquí para ver si hay alguien más. A lo mejor vino para darle un paseo a su perro o algo…
—¿Tú crees? —preguntó Mauricio.
—Yo qué sé… Mauri. Después de que un fuego arrase algo te puedes encontrar cualquier cosa.
—Está bien… Nos encargaremos nosotros… Quedaros aquí para ver que el fuego no vuelve a crecer —dijo Antonio mientras señalaba los últimos suspiros de la llama.
Antonio y Alfredo dejaron en el suelo todo lo que llevaban y cogieron por las piernas y brazos el cuerpo de la persona calcinada. Se miraron con una mueca de asco por el tacto que notaron. Era parecido al cuero rasposo y sin tratar. «Menos mal que llevo guantes, porque si no…», se dijo Alfredo. El otro, aparte de tener aquella mueca, parecía estar pensando en cientos de cosas. Sin embargo, cargaba con el cadáver sin rechistar.
Y mientras estos se marchaban, los tres restantes comenzaron a hacer el cortafuegos. Las azadas se elevaban y caían en la tierra para hacer un buen camino, arrancando a su paso raíces e insectos cocidos por el calor. Uno de ellos, el más mayor de todos, Eustaquio, decidió parar un momento y buscar un tronco para sentarse un momento, el dolor de la espalda lo estaba matando. Los demás, que vieron la acción del hombre, también pausaron su cometido, necesitaban unos minutos. Sabían que era muy arriesgado que se hubiera presentado voluntario. Eran amigos, sí, pero setenta años en el campo pasan factura. Él decía que se sentía joven y con fuerzas para mover a un mulo si hacía falta… Aunque tenía que ser sensato: el fuego no es una mula a la que se puede mover con un empujón.
—Manuel, ¿no te parece que sigue oliendo a… ya sabes… al cadáver? —soltó de repente Mauricio.
—A mí no me lo parece, muchacho, pero pronto se te pasará…
—¡Niño…! ¡Aquí hay otro cuerpo frito! —dijo Eustaquio mientras miraba hacia atrás.
Manuel y Mauricio se miraron, dejaron caer las azadas al suelo y caminaron hacia donde se encontraba el hombre mayor.
Efectivamente, allí yacía el cuerpo de otra persona con la piel negra. El joven, que no soportaba el característico olor, volvió a donde estaba para no vomitar de nuevo. Se dijo que era imposible que se hubieran encontrado a dos personas muertas en el mismo lugar.
Manuel, que seguía observando el cadáver, se quitó el guante de la mano derecha y se enjugó los ojos, se secó el sudor con el bajo de la camiseta y sacó la cruz que llevaba al cuello para besarla. Eustaquio se dio la vuelta y continuó rumiando algo.
Él sabía que el fuego no se iba a reproducir por arte de magia, el viento había amainado lo suficiente como para que pudieran controlar las pequeñas llamas que crecieran. Sin embargo, sentía miedo por los descubrimientos. «Me tendría que haber quedado en mi casa», pensó. Pero ¿qué pasaría si el más joven de todos no acompañaba a los mayores para hacer el trabajo más duro? Suerte que se encontraba trabajando con Alfredo. Aunque creía que era mala suerte, más bien.
Al cabo de unos largos minutos, Alfredo y Antonio regresaron. Agarraron la botella grande de agua y le dieron un trago grande para aplacar la sed.
—Hemos dejado el cuerpo en el arcén —espetó Antonio.
—Pues coged a este… —dijo Eustaquio, señalando los pies del muerto.
—¿Otro? —soltó Alfredo cuando terminó de beber—. ¿Qué coño hacían aquí?
—Eso mismo me estoy preguntando yo desde que nos encontramos al primero —dijo Mauricio.
El viento cogió fuerza y meció los árboles y las pocas plantas que, por suerte, se salvaron de la muerte.
—Va a ser mejor que nos demos prisa. El viento ha cambiado de rumbo, ahora viene para acá —objetó Manuel.
—Apenas hay fuego ya… —dijo Antonio.
—Sí, pero el hombre tiene razón. La experiencia, que es mi poder, me dice que es mejor irse y salir por patas. El viento es traicionero —dijo Eustaquio con voz autoritaria—. Y llevaros de una vez el cadáver, hombre, que el chico va a echar hasta la primera papilla. Mira que mal color tiene en la cara el pobre… —recriminó esta vez mientras señalaba al joven Mauricio, que se frotaba la barriga mientras miraba sus pies.
—Vale, abuelo, no se enfade… —respondió Alfredo.
De nuevo, Alfredo y Antonio cogieron el cadáver de la otra persona y comenzaron a trasladarlo.
Cuando llegaron arriba, se encontraron con que el otro cuerpo no estaba donde lo dejaron. Ni ahí ni en ninguna otra parte. Miraron en derredor y pensaron que, tal vez, lo habrían recogido. No obstante, el miedo penetró en las entrañas de Antonio, que soltó enseguida su carga y retrocedió varios pasos. Quería —necesitaba— salir corriendo y cobijarse donde el resto de las personas. Puede que, incluso, algo en su interior estuviera diciendo que todo lo que veía era una maldición. ¿Cómo es posible que se hubieran encontrado varios cuerpos chamuscados en medio de la nada? Nadie iba a pasear por aquella zona, excepto los forestales, que hacían el trabajo de todos los días.
Alfredo, que continuaba atónito, soltó también su carga y buscó la mirada de su compañero, pero este ya estaba perdido en miles de pensamientos. Decidió que lo mejor sería volver con el resto y exponerles lo que no se habían encontrado. Dio media vuelta y se topó de bruces con Antonio, que lo miraba con los ojos muy abiertos.
—Debemos irnos de aquí inmediatamente… —dijo este.
—No podemos dejar a los demás, Antonio. Debemos ir y decirles esto. A lo mejor hay alguien merodeando por la zona. Incluso puede que sea algún animal hambriento —contestó Alfredo con voz desenfadada.
Al ver que su compañero asentía con un leve movimiento de cabeza, comenzaron a retroceder por sus pasos. A mitad de camino —no muy lejos de los demás— se encontraron el cuerpo que debía estar arriba, donde lo dejaron. Este estaba en una posición un tanto perturbadora: la cabeza parecía estar clavada al tronco donde reposaba el cuerpo; las manos poseían un montón de hierbajos, arrancados desde la raíz; aunque lo peor de todo era que se encontraba en pie, como si no estuviera muerto sino descansando. Ambos se lo quedaron mirando con la mente cubierta de una neblina demasiado espesa.
Antonio, al no soportar la visión, cayó al suelo. Alfredo no hizo nada por sujetarlo, se quedó mirando aquella atrocidad. Y cuando aquella niebla pareció despejarse un poco, sus músculos se activaron de inmediato; cogió a su compañero y lo arrastró hasta que llegó con los demás.
—¡Alfredo, ¿qué demonios ha pasado?! —dijo Mauricio al verlo.
—¿Quién llevaba el walkie?
—Yo —contestó Mauricio.
—Pues pide auxilio. Intenta conectar con la radio de la policía.
—Eso es un delito…
—¡Me da igual! Tú hazlo.
—Está bien… Está bien…
Mientras que el joven se ponía a manipular el aparato, los demás se acercaron a Antonio, que seguía desplomado.
Al cabo de unos minutos recuperó la consciencia. El sobresalto que dio cuando se encontró con un cuarteto de ojos atravesándolo hizo que los demás también se asustasen. Respiró con dificultad durante otros minutos y cuando estuvo preparado dijo que una maldición había caído sobre ellos por no saber dónde pisaban. Tal vez aquellas tierras fueran sagradas.
—Por favor…, no digas tonterías —dijo Eustaquio—. A este hombre se la ha ido la cabeza.
—¿Qué narices ha pasado? —preguntó Manuel con enfado.
—Cuando llegamos arriba, no nos encontramos el cadáver que llevamos primero. Lo dejamos en el arcén, a la vista de cualquier persona, pero no estaba. No estaba. —Hubo una pausa—. Fue al regresar cuando nos encontramos con él, echado en un árbol… Tenía muy mala pinta. Era como si alguien lo hubiera puesto de aquella manera —comentó Alfredo.
—O como si se hubiera levantado por sus propios medios y caminado por aquí —interrumpió Antonio mientras miraba hacia los árboles.
—Estoy de las supersticiones hasta los mismísimos —dijo Eustaquio alzando la voz—. Vamos a ver si nos aclaramos. ¿Cómo demonios se va a mover un cuerpo casi carbonizado? Se lo habría llevado algún animal hambriento, hombre.
—Eso mismo pensé al principio —contestó Antonio—, pero no creo que haya sido así. No porque cuando hay un fuego, los animales huyen de la zona para ponerse a salvo. Y no vuelven por arte de magia. El fuego ha estado aquí durante casi toda la noche, por tanto…
—¿Y qué o quién lo ha puesto como decís, los fantasmas del bosque? Dios mío, estáis muy mal de la azotea. Encontrarme con personas así a mi edad… ¡Ni mi nieto pequeño cree en esas cosas!
De fondo, mientras los demás discutían si lo que había pasado era real o no, Mauricio continuaba trasteando el aparato para intentar establecer comunicación con la policía. Pero no encontraba la frecuencia exacta. Sabía que tendría que estar probando una a una hasta dar con ella. Se sentía mareado de estar con la cabeza agachada durante tanto tiempo, por lo que levantó la mirada y… Se quedó de piedra con lo que vio. ¿Aquello podría ser cierto? El cadáver que vio se encontraba de pie, junto a él, mirándole a los ojos.
Sí, aquella cosa poseía aún los ojos. Estos estaban completamente negros, pero parecían tener vida. El cuerpo no estaba encogido sino normal, estirado y con la piel sana. Poco a poco, dio un paso y se acercó un poco más a Mauricio, que seguía mirándolo, perplejo.
No pudo evitar intentar salir corriendo, pero sus piernas no respondieron, sentía como si algo las estuviera encogiendo. Tampoco podía dejar de mirarlo. Por eso mismo, sus ojos comenzaron a dolerle como nunca. Aunque el dolor no era porque sus ojos estuvieran sintiendo alguna enfermedad repentina, sino porque se estaban quemando por dentro. Los notaba quemarse. El burbujeo en su interior hacía que quisiera gritar de dolor, pero tampoco podía expresar aquella emoción debido a que sus músculos faciales se estaban encogiendo. Todo su cuerpo se estaba quemando desde el interior. Y al cabo de unos minutos cayó al suelo, con la piel negra, con el cuerpo chamuscado.
Los demás oyeron el crujido de las hierbas, pero no se dieron cuenta de que el compañero más joven ya no estaba con ellos. Solo se dio cuenta uno, Eustaquio, se lo quedó mirando con el rostro desencajado. Trató de decir que algo estaba ocurriendo, pero su boca se había quedado sin palabras que pudieran expresar lo que estaba viendo. En realidad, ¿quién puede explicar que una persona viva y normal se quemase sin la acción de las llamas? ¿Brujería? ¿Magia? ¿Maldición?
Pocos segundos después, vio que una persona se le acercaba. Tenía la boca contraída, el cuerpo quemado. Lo miró a los ojos y dio un alarido. Por lo visto, Eustaquio sí que podía gritar.
Los demás, al oír el grito del hombre mayor, se dieron la vuelta y vieron que aquella cosa negra con forma de persona le estaba haciendo daño. De varias zancadas se pusieron a su lado y trataron de levantarlo, pero no pudieron posarle las manos encima, su piel estaba demasiado caliente. Parte de esta comenzaba a desprenderse de la carne, y la carne del hueso. Se estaba quemando sin fuego, desde el interior.
Tras aquello, los tres restantes salieron corriendo bosque arriba, en dirección al arcén. Alfredo y Antonio se fijaron en el árbol donde vieron a la persona quemada, pero solo quedaba la corteza, sin el abrigo del cuerpo humano. Corrieron y corrieron. Una vez arriba, se dieron cuenta de que tampoco estaba el otro cadáver.
—No vamos a salir de aquí con vida… —dijo Antonio.
—¡No digas eso, joder, Antonio…! —gritó Manuel mientras miraba hacia todas partes.
—¡¡Pues dime qué coño era eso y por qué Eustaquio ardía!!
El tiempo, lo más preciado en momentos así, se les estaba escapando, como cuando una red quiere asegurar el agua sin éxito.
Alfredo sintió una fuerte presencia a sus espaldas. La sentía tan cercana a su cuerpo que un quemazón le hizo poner una mueca de dolor. Se dio la vuelta y, con mucha más rapidez que con Mauricio o Eustaquio, su cuerpo empezó a arder desde el interior, como si su sangre estuviera a la temperatura del fuego.
Antonio y Manuel, sin saber que su compañero había muerto en cuestión de segundos, siguieron mirando hacia abajo, esperando, tal vez, que aquella cosa subiera para matarlos. Pero no fue así. La muerte los cogió por sorpresa, por la espalda. Ambos sintieron que le posaban una mano en el hombro, una mano con la temperatura de las llamas del inframundo. Y segundos antes de que sus cuerpos se quemasen, escucharon las palabras del demonio.
—Este lado de la tierra debe ser purgado para el equilibrio completo. Ni siquiera mi creador, vuestro Dios, va a poder parar lo que una vez él mismo empezó —dijo una voz ronca y distorsionada.
Axel Drojan
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