El espíritu de Jack

Era la calabaza más grande que había visto nunca. Podía medir más de medio metro. Estaba colocada entre otras frutas y hortalizas en el escaparate de una pequeña tienda de ultramarinos. Se imaginó una gran boca dentada de donde saliera una intensa luz. ¿Y si compraba velas negras? Pero tenía el dinero justo para comprar los adornos para esa noche. Sus padres aprovecharían para pasar una noche fuera y a él le dejaban la casa para que pudiera disfrutar de una pequeña fiesta de disfraces con sus amigos. Acababa de cumplir los dieciséis años y era la primera vez que le dejaban hacerlo. Las fiestas de Halloween anteriores habían sido las tradicionales: tocar puertas y pedir caramelos. Pero ya se sentía mayor para eso y prefería otro tipo de celebración.

Pasó a la tienda de enfrente, donde las estanterías estaban repletas de disfraces. Eligió uno al azar.  Bueno, en realidad, el más barato. Después llenó una cesta de velas, telarañas, dulces y otras cosas, y se fue directo para la caja. Cuando salió, la calabaza seguía en el escaparate de enfrente. Casi llamándolo. Deseaba que su madre le permitiese comprar aquella calabaza gigante.

Cuando llegó a casa, suplicó a sus padres que le compraran la calabaza. No estaban muy convencidos, pero él fue demasiado insistente. Así que, terminaron accediendo y su padre le llevó con su furgoneta. Estuvo toda la tarde vaciando el interior, limpiándola y creándole unos dientes picudos y unos ojos triangulares. Chateó con sus amigos para ver si alguno de ellos tenía velas negras en casa. Ninguno tenía, pero alguien contestó que conocía un sitio donde las vendían.

A las siete de la tarde, sus padres ya se habían marchado y todos sus amigos estaban en la puerta de su casa. Traían bolsas repletas de alcohol y cosas de comer. Antes de que pasasen, preguntó por las velas, quería encenderlas con expectación. La calabaza impresionaba. Estaba colocada al lado de la puerta y encima había colocado un bol con los caramelos. Solo los niños más valientes se atreverían a acercarse. Ya estaba oscureciendo y verla encendida daba miedo.

Después del espectáculo, los chicos se acomodaron en los sillones, sillas y sofás de todo el salón y comenzaron a servirse bebida y comida. Pasaron un par de horas cuando se comenzaron a sentir bastante mareados y contentos. En ese momento, el primer niño se acercó a la puerta para coger caramelos. Todos se asomaron a la ventana. El pequeño, que iba vestido de vampiro, se lo pensó durante unos minutos. La calabaza producía el efecto deseado. Se acercó y cogió algunos caramelos de la cesta. Mientras lo hacía, uno de los chicos pegó un golpe a la pared y el niño se asustó. Todos se rieron de la payasada, pero pronto se cansaron y se dieron la vuelta para seguir con su fiesta. Menos uno. Uno de ellos siguió mirando a aquel niño asustado, que decidió coger más caramelos por lo que le habían hecho.

Entonces, la calabaza comenzó a moverse con un pequeño tambaleo como si fuera una araña, pero sin moverse del sitio. Segregaba un líquido dulzón de su boca y empapaba el portal. El niño se quedó paralizado y la calabaza lo atrajo a hacía sí con la viscosidad derramada como si de una lengua se tratase. Cuando lo tenía a un centímetro de su boca, la abrió y metió al niño; luego comenzó a rumiar y se escuchó el crujir de sus huesos mientras lo masticaba. Las velas intensificaron su brillo. Y después todo volvió a la normalidad, la calle se quedó de nuevo en silencio.

El chico, que estaba pegado a la ventana, se quedó sin palabras. Miró su vaso lleno de ron y se tocó la cabeza. Después se fue hacía la cocina para beber un poco de agua. No se encontraba muy bien y sus amigos se dieron cuenta enseguida. Le preguntaron qué le pasada, pero él solo supo tartamudear y decir: la calabaza, la calabaza… «¿A qué mola?», dijo el amigo, que se sentía muy orgullo de haberla adquirido para la noche. Todos se rieron de la borrachera del muchacho y se lo llevaron a su habitación a descansar.

Eran las once de la noche y las calles ya estaban repletas de niños vestidos para la ocasión. Por eso, la fiesta volvió a trasladarse a las ventanas. Apagaron las luces y dejaron que se fueran acercando, para asustarles.

Algunos niños ni siquiera se acercaron, otros pasaban corriendo, cogían unos pocos caramelos y se iban. Sin embargo, un chico, que rondaría los doce años, se acercó con unos amigos a la puerta. Intentaron guardar silencio para que el susto fuera más grande. Cogió un buen puñado de chuches y se los echó en su bolsa. Cuando ya había terminado y se disponía a darse la vuelta para marcharse, le asustaron. Comenzaron a pegar golpes en las ventanas y a producir ruidos extraños. Todos comenzaron a reír cuando el chico pegó un salto y cayó al suelo. Se levantó malhumorado y comenzó a bufar. Los chicos rieron aún más.

Con rabia y sin saber cómo enfrentarse a ellos, decidió propinarle patatas a la calabaza para destrozarla. Los chicos gritaron desde las ventanas para que dejara de hacerlo, sus caras de burla se transformaron en furia. Sin embargo, la calabaza volvió a moverse. Estaba vez su ritmo fue más rápido. Creó un gran líquido baboso y abrió su boca. Todos se quedaron boquiabiertos. La calabaza masticaba y soltaba trozos de aquel muchacho, que era más grande que el primero. Los amigos que iban con él salieron corriendo y gritando. La casa se quedó en silencio.

—¿Qué coño ha sido eso? — Dijo uno de ellos.

Nadie contestó a la pregunta. Miraron sus vasos llenos de alcohol, pero todos estaban seguros de lo que habían visto. Abrieron la puerta de la calle despacio y observaron la calabaza. Parecía estar perfectamente y las velas negras en su interior también. La tocaron e inspeccionaron, pero solo parecía una hortaliza más. De un tamaño inmenso, eso sí. Dejaron pasar la noche, pero se volvieron un poco menos chistosos. Decidieron dejar las copas y sacar algún juego para pasar el rato. Harían como si nada hubiese pasado. No hablaron más del tema.

El reloj tocó las doce y media, y unos muchachos que alcanzaban ya la mayoría de edad se acercaron a su puerta. Iban vestidos de curas y monjas, lo que daba bastante miedo. Algunos que ya andaban dormidos en el sofá, se despertaron para asomarse a la ventana. Una de las monjas diabólicas cogió caramelos. Después se pusieron al lado de la calabaza y se hicieron algunas fotografías. Estaba vez no se sentían con fuerzas para asustarles. Todos esperaban comprobar que la calabaza no se movía ni se comería a nadie de verdad.

Pero aquellos muchachos sí tenían ganas de fiesta y fueron ellos los que golpearon las ventanas e hicieron ruidos. Se rieron cuando todos se echaron marcha atrás. La calabaza empezó a moverse de nuevo y todos se miraron. Su ritmo era muy intenso y su baba llegaba hasta el jardín. Fue atrayendo uno a uno a su boca y masticándolos con furia. Las velas destellaron y al acabar, se apagaron, dejando el portal a oscuras.  

Los chicos comenzaron a asustarse y recogieron sus cosas. Todos se fueron, menos uno, que aún seguía durmiendo. Se quedó desanimado por como había acabado la noche. Pero ninguno de sus amigos dijo una palabra acerca de lo sucedido, parecía demasiado irreal para ser verdad. Le dio pena despertar a su amigo, así que, se quedó a dormir en el sofá.

A la mañana siguiente le despertó su madre, que ya habían llegado y estaban preparando el desayuno. No hizo falta que le dijera por qué había dormido en el sofá, porque su amigo estaba haciendo tortitas junto a su padre. Le sorprendió ver aquella escena amigable después de todo. Se sintió más relajado y se dejó llevar. Su madre le preguntó qué tal la noche y él contestó con evasivas. Después del desayuno, su amigo decidió recoger sus cosas para marcharse. Se despidieron en la puerta, al lado de la calabaza que de día parecía menos terrorífica. «Te puedes quedar las velas», le dijo su amigo mirando a la calabaza. Después, se marchó y él cerró la puerta.

Fue hasta la cocina, donde unas velas negras seguían posadas en la encimera. Las miró con curiosidad y tocó el envoltorio de plástico que las rodeaba. Palideció cuando leyó el nombre de la tienda donde su amigo las había conseguido: Devilish rites (Ritos diabólicos).

Noelia Drojan

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