
IMPORTANTE: No todos los datos que se narran en este Podcast son reales. Es una leyenda ficcionada.
La locura, dependiendo del grado, puede acabar con el humano en cuestión de horas. No obstante, el molde de la normalidad que nunca fue establecido tiene una fisura por donde un líquido dorado bulle hasta el exterior. Los locos son conscientes de eso, pero los que dicen ser normales, parecen estar menos cuerdos que los demás.
No hacía mucho que la Segunda Guerra Mundial había terminado. La economía de las familias era desastrosa, menos para los que tenían poder, que no eran muchos. De alguna forma, Leonardo se las había ingeniado para no perder todo su dinero. Tal vez había hecho un pacto con el Diablo. De todas formas, no se podía permitir gran cosa: el cambio de gobierno creó un gran desabastecimiento y encarecimiento de los precios; en las calles había desasosiego. Para el comprendimiento de los ciudadanos, se estaba gestando, con bastante probabilidad, una guerra civil. Los cimientos de Lima temblaban de nuevo.
Otoño de 1945, el cielo estaba cubierto por nubes del color de la plata sucia. En algunas zonas se formaban unos terroríficos carámbanos de temporada. El olor a madera cocida inundaba el salón, pues Sebastían se había encargado de prender la chimenea. En la cocina estaba María, limpiaba un conejo por orden de su jefe, el señor Leonardo, que lo había cazado esa misma mañana.
A María no le caía nada bien Leonardo, le parecía un hombre agresivo, tosco y de malos reaños. Solo sabía cazar, comprar cuerpos ajenos para el divertimento y beber hasta caer exhausto en medio del salón. Sabía que su jefe vivía de la renta que le había dejado una tía, que tenía una bodega repleta de buenos vinos y que tenía devoción por el coñac. Era muda, pero no sorda, y ni mucho menos tonta. Sabía leer y escribir mejor que muchos señoritos. De vez en cuando pensaba en si su compañero podía decir lo mismo.
Después de que Sebastián terminara de limpiar parte del jardín trasero y acudiera a la cocina por si María necesitaba ayuda, Leonardo, que ya había bebido algunas copas, le dijo a María que cuando quisiera podría disfrutar del calor de un hombre de verdad. Ella, que cortaba las verduras en trozos pequeños, casi tuvo un accidente con el cuchillo al no esperar tremenda tropelía. Sebastían, al ver aquella escena, salió al paso y defendió la integridad de su compañera, cogiendo a su jefe por el brazo y recomendándole una copa de coñac para amenizar la espera mientras lo sacaba de allí. En la cocina se instaló una sensación de inseguridad. María, de repente, se sintió extraña, como si no perteneciera al mundo que le había tocado. Sabía que los hombres eran los que mandaban, pero en su cuerpo ella era la comandante al mando.
Sebastián sentó a Leonardo en el sillón de cuero y le ofreció una copa hasta arriba de Martell, uno de los coñac más caros que tenía. Lo dejó susurrando frases inconexas. Antes de salir del salón escuchó que Leonardo se había quedado dormido, ya que había tirado la copa con la bebida y daba ruidosos ronquidos. Salió y caminó hasta la cocina, atravesando el pasillo principal, recargado de cuadros de familiares ya muertos y objetos de caza, la mayoría eran cabezas y patas disecadas. Entró en la cocina y vio a María trocear el conejo, le temblaban las manos y el rostro estaba pálido. Se acercó a ella y le puso la mano en el hombro. Ella lo miró de reojo, se recogió una lágrima y continuó con la faena.
María perdió a su familia en el gran terremoto de 1940. Tras la pérdida, buscó empleo de lo que fuera, pero fue en una mañana soleada cuando conoció a Leonardo. La desgracia cayó sobre ella como la lluvia cae sobre los hombros de un sin techo en busca de cobijo. Sebastián, en cambio, lo tuvo más sencillo, llegó a la Casa Matusita mediante recomendación. Él se encargaba de ayudar a su jefe cuando salía a cazar y a mantener la casa en pie.
Tras meter todos los ingredientes en la olla, María echó un tronco más en el fuego y tapó la marmita para que todo se cocinara bien, a fuego lento. Después, recogió un poco la encimera de madera, para que las hormigas no acudieran en tropel. De repente, Sebastián entró por la puerta trasera de la cocina para decirle que había encontrado en el jardín unas hojas muy extrañas. Hojas grandes como la menta y una raíz gruesa y fuerte. María, que ya la había visto cientos de veces, abrió los ojos y, mediante señales, le dijo que tuviera cuidado. Sebastián la dejó en la encimera con un mohín de preocupación y se marchó. Se extrañó de que hubiera mandrágoras en aquel lugar.
Pocos minutos después, cuando intuyó que Sebastián estaba lejos de la cocina, cogió la planta, la puso encima de la tabla de cortar y la observó con detenimiento. El vegetal debía tener forma humana para que fuera buena y se pudiera usar para hacer mejunjes. Repasó las finas raíces y el grueso cuerpo en busca de enfermedad, pero todo estaba bien, tal y como le enseñó su abuela. Por un momento pensó en echarlo a la olla, dejarlo cocer durante algunas horas y luego sacarlo para que nadie sospechara. Sin embargo, reconoció que entonces Sebastían se daría cuenta.
Estuvo pensando durante un largo tiempo qué hacer. En ese intervalo, Sebastían le había dejado otras plantas idénticas y había vuelto al jardín. En ese entonces, se le vino una idea a la cabeza: cortaría la mandrágora en trocitos pequeños y los echaría a la cazuela. Pensado y hecho. Sería la forma de vengarse de todas las veces que Leonardo la había manipulado y de los improperios hacia su carácter y figura. Pensó que a Sebastián tampoco le importaría ver a su jefe divertirse un poco más de la cuenta con los efectos de la mandragorina, el tóxico principal de la planta. ¡Qué maravillas creaba la Naturaleza!, se dijo María.
Después de haber dormido durante un buen rato, el estómago le rugió como si tuviera un león enfadado en el vientre. Se sentía la cabeza embotada y el cuerpo demasiado caliente, necesitaba un buen plato de estofado de conejo y una copa de vino.
Al levantarse del sillón, vio que la copa estaba en el suelo. Llamó a Sebastían, pero al ver que no acudía, avisó a María. Esta, con la rapidez del rayo, se presentó en el salón, las manos agarradas por delante del delantal, en una postura casi reverencial. Al verla allí, sin decir ni hacer nada, le gritó que limpiara el suelo y lavara la copa. Ella cumplió sus órdenes enseguida, sin rechistar. Leonardo después caminó hacia la mesa principal y le dijo a María que cuando acabara de recoger le pusiera la comida y la bebida. En ese instante sonó el timbre de la puerta principal. Fue Sebastián el encargado de abrir.
Marcelo y Mario se presentaron sin avisar, dándole a Leonardo una grata sorpresa. Se abrazaron y rieron durante un rato. Después los convidó a probar el conejo que había cazado esa misma mañana. Le pidió a María dos platos y dos copas más. Cuando María llevó la cubertería, los platos y las copas, Leonardo aprovechó para decirle a sus amigos el buen material que tenía en casa. Estos rieron e intentaron acariciar el cabello moreno de ella, pero como dio un paso atrás, se quedaron con las ganas. Ellos respondieron, entre risas, que era de armas tomar. La conversación llegó a su fin cuando se acercó Sebastián con la olla.
María repartió la comida en cada plato. Un poco de conejo, unos trocitos de zanahorias y un poco de mandrágora, que, al haberse cocido, parecían trozos de nabo, más bien. Sebastián repartió el vino. Seguidamente, recogieron la olla y los utensilios para después retirarse a la cocina, donde siempre comían, en una mesa envejecida y reparada mil veces por Sebastián.
Para ellos había preparado un cocido de patatas y un poco de conejo que había guardado. Su compañero se extrañó, pero cuando María le dijo mediante señas lo que había hecho, ambos rieron. Sebastián dijo que ya era hora de que alguien le diera su merecido. Así que, con las ganas de ver a su jefe drogado con la mandragorina, comieron el cocido y dejaron que las risas de los presentes se apagaran un poco antes de acudir al salón para recoger los platos.
Cuando se consumió el tiempo de prórroga, acudieron al salón. Los dos caminaban por el pasillo principal con una sonrisa socarrona. Sin embargo, el ambiente estaba cargado de una energía no supieron describir. Justo antes de encarar la puerta del salón, los vellos de los brazos de ambos se erizaron, una brisa helada recorrió la nuca de María. Se quedaron quietos durante unos segundos, miraron en derredor y Sebastián dijo que a lo mejor se había quedado una puerta abierta. María asintió y continuaron caminando. Al abrir la puerta, lo que se encontraron fue lo más descabellado que habían visto después de la Segunda Guerra Mundial, la pequeña guerra que tuvieron con Ecuador y el gran terremoto.
La primera en entrar fue María. Tras ella, Sebastían. Ambos se agarraron en la jamba de la puerta, mirando, intentando respirar. El suelo estaba repleto de sangre, por todas partes. La mesa estaba fuera de su lugar, como si alguien la hubiera movido, estaba en diagonal y le faltaba una de las patas de forja. Las paredes se habían quedado desnudas, lo único que tenía era pintadas de sangre por todas partes. Sebastián dio un paso hacia adentro y, al mirar a la izquierda, se encontró con los cuerpos de los hombres, incluído el de Leonardo, desmembrados y troceados. Ambos retrocedieron, poco a poco. Pero un instante antes de salir por completo del salón, María divisó en la pared un nombre y una frase. Soy Parvaneh Dervaspa, esta es mi casa. Nadie vivirá en ella más que yo.
Salieron corriendo hacia el jardín trasero. María llevaba las manos en la cabeza y un rictus de terror. Sentía un bocado en el pecho, el mismo que sintió cuando su abuela le contó lo que vivió por culpa de un gato y un espíritu. Sebastián fue al cobertizo a por aceite de parafina. De camino a la casa le dijo a María que lo usaría para quemar la casa, estaba maldita. Agarró unos fósforos y entró en el salón. Cuando estuvo todo empapado con la parafina, salieron de la casa, rompieron un cristal del salón y echaron las cerillas prendidas. La casa comenzó a arder delante de sus ojos. En aquel momento decidieron ir a la comisaría más cercana y denunciar el incendio.
Unos diez minutos más tarde, una dotación de bomberos llegó a la casa, pero comunicaron que allí no había ningún incendio. Tanto agentes de policía como los sirvientes fueron a la casa para verificar el mensaje de los bomberos. Y para aumentar el terror en María y Sebastián, allí no había prendido ni las hojas de los alrededores. En la avenida Inca Garcilaso de la Vega, no había rastro de humo. Juraron y perjuraron que la casa ardía delante de sus ojos. La única respuesta que obtuvieron fue la orden de acudir a un profesional de la mente. Poco tiempo después, prescrito por un psiquiatra, ambos debían ingresar en un manicomio.
La casa seguía luciendo el mismo porte. Nadie había en su interior cuando los agentes entraron en el domicilio, como tampoco el nombre de Parvaneh Dervaspa. Solo fue la historia de dos desequilibrados que no debían salir del manicomio por seguridad de la sociedad.

Puedes visitar el edificio por fuera en una de las avenidas de la capital peruana. De hecho, plataformas online de viajes, por ejemplo, Tripavisor, lo indica como lugar de interés para los viajeros que visiten la ciudad de Lima.
Referencias bibliográficas:
Ibáñez, José María. (2009). Enigmas y misterios. 13 lugares malditos. Es ediciones.
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